De carne y hueso


«A sus órdenes quedo, coronel Tapia.» 

Estas palabras marcan la habitual respuesta de mi dócil imperativo, un yo acostumbrado a recibir instrucciones a cambio de un cosmos sin ilusiones.  Contestar el mandato brinda una zona de confort, guarecida al estilo de llegada crepúscula a mi querida casa con la comida ya lista.  En otras palabras, tiende la riqueza de seguridad.

Me place explicarle a vos el concepto de mi tranquilidad, por mucho valiese el rutinario esquema de propio sujeto.  Yo, aspirante al comandante, ambicioso en camaradería, ungido en las aguas bautismales bajo alto nombre Agosto Echevarría, valía como hombre de vasta cuña, ¿sí?  Comandante Echevarría…  Con solamente oír el eco de su pronunciado, me tiembla la columna vertebral; aquel título digno de halago, cocido en la eternidad militar sobre uniforme verde tierra, mi prestigio inspirando hasta fieras aniquilando a un omega.  Cuando recaiga mi responsabilidad del superior rango, no cabe la menor duda que negaré cartas de amor lejano, tumbaré torreones del Mediterráneo y del polvo edificaré el hombre de quien el destino seré.

Orgullo, en sus muchas facetas, derrumba la inyectable soberbia.  Me explico:  la pusilanimidad societal proyecta la imagen de un general como el más desconsiderado, arrogante, frío e implacable.  ¡Deshágase esa trifulca!  Los asuntos del presente siempre se atienden con coraza, aunque bien sean comúnmente malinterpretadas.  Por ende, elevado me siento a modo que triunfo en posibilidades tanto en guerra como en la vida.

Pregonaba mi doñita unos días atrás si yo alguna vez daba cabeza a asunto no dentro de la milicia.  Fuera de mente, ella luce su inmadura necesidad de objeción romántica, dejando rosas en la jarra de la entrada esperando quien se las regalase, mencionando alguna feria de mercado en aliento de inocente coerción, al igual con las ventas de chivos o las galas de teatro medieval, mientras desempolva la radio de cuando éramos chicos y en aquel entonces titubeábamos el tradicional sentido de un vals.  ¿Por qué la mano va aquí?  ¿Por qué el hombre la sostiene así?  ¿A dónde nos vamos moviendo?  ¿Cuándo acaba esa parte?  ¿Cómo le doy una vuelta?  Todos resultaron fútiles en veredicto, si tan pequeños éramos para conocer que lo que compartíamos no necesariamente era amor.

Mi único compás cautivador es el de la rutina.  Amanecer junto a las tropas para despabilar el sol se empareja con el sentido de valor tras una bala enterrada en la costilla de un rebelde.  Indómito, quien cuestiona mucho eventualmente rinde ante el abatir de mi plomo.  La lesión de guerra concede ese maravilloso calor que uno lleva sulfurado por dentro.  El hierro tinto del hereje se diluye en suculenta sensación plumbosa, enterrándose en las tripas de pulmones que muy bien merecen ese final despavorido.  Rico, más aún, la mirada de muerte exudando entre parpados de un joven atrapado en la verdad de: «¿Verdaderamente valió la pena?»  Con abundante pena, marcado, mucho cuesta la expiración de un díscolo en inoportuna caída cuando topa con mis hambrientas manos.  Solamente añoro que mi doñita viera esto para yo poder demostrarle el sinónimo de la verdadera pasión, más que solo flores o una canción…  Ella, junto a mí, sería la encargada de traerme el pronto cadáver, humeando los últimos lamentos de su luna.  

Proclamaría yo entonces:

¡Veréis como entierro mi ancho pulgar en tu fresca herida de combate!  Escucharte gemir de manera animal mientras tu sangre cursa mi poderosa cutícula de faraón, emperador, el demonio y tu salvador.  ¡Una honrable criatura andante que sepulta momentáneamente una mínima porción de tus virtudes para que aprendas, segundos antes de morir, que no valías nada en las extensiones de mi tierra!  Así, descuadraré tu ser para que en el abismo reflexiones sobre lúgubre fantasía.  Solamente de mi ardiente dedo para tu fin habrás sentido la franca fuerza de voluntad.

En abrupta conclusión, se detalla luego en tinta roja:

P.D. Mi esposo ha perdido la mente, coronel.  No come, bebe o alude a pistas planas de la realidad.  ¡Socórrame, merced!  He acabado por administrar un manicomio, donde por cierta mi muerte tengo yo.

Ay, por los santos de los santos, ¿a quién le estoy escribiendo?  ¿Quién diablos es este coronel?  ¿De qué esposo hablo?...  ¿Cómo?  ¿Qué dice?...  No puede ser.  No, no, no, ¡espera!  ¡No!  ¿Cómo se atreve a quitarme mi papel?  A su orden quedo, señor, pero por favor no me lo quite.  ¡Baste!  ¡Estas palabras son mías y de mis manos no marcharán!



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