Velocidad

La vida es una secuencia de eventos aleatorios.  Nos envolvemos en la duda de un futuro, aunque ya conocemos la realidad por venir.  Por lo menos, eso es lo que me dijo papá.  Siempre me he llevado por lo que tiene que decir, contar, aleccionar, refutar, hasta cuando ni me deja hablar.  A lo lejos, resulta paradójica mi vida:  una niña con nada que hacer en solo seis años ya sabe quien es… una burla a la humanidad.  En contraste, me creo suficiente capaz para criarme sin sus ideas, ya que tomé la decisión de comprar este boleto de tren y lanzarme al diablo.



No es como si lo necesito para la supervivencia ideológica.  He dejado mis huellas en la arena con sentido de volver nunca más, negando una situación recurrente donde todo el esfuerzo lo pongo yo, mientras hable, grite, refleje la luz del sol en mis ojos, demuestre mi habilidad y renuncie a la castidad.  Esta vez, derretiré las cadenas de mi corazón para entender el mundo que me escondiste, sentiré el fluido tempestuoso de hierro bajando por mis entrañas y la explosión de cada poro en mi cuerpo y nervio en mi cerebro.  De ningún modo volveré al hogar que tú fingiste crear.




Por otra parte, la peor decisión que tomé hoy fue de vestirme de rojo.  Es asfixiante el poder de una muda precisa del odio derivado dentro de uno.  Ahora, lo que menos soporto es el recuerdo del tono de mis mejillas cuando dijiste que yo era la niña más guapa del mundo.  ¿Tan apáticamente intentabas salvar mi alma del escape, si siempre abrías la puerta con la intención de verme ir?  Es mi primera memoria grabada la del miedo al movimiento.  Antes de que empezaras a embrujar mis sueños, me mantuve firme en la idea de que la bicicleta sería el motivo de mi muerte.  Con solo pensar del torrencial de sangre bajando por mis piernas, se me quebrantaba el mundo entero en solamente un momento.  Gozo me trae la nostalgia de reminiscencia limitada, sabiendo que en un día como este recordaría demasiado.


El equilibrio triunfó como tu máxima filosofía, ahora que me entra la mención.  Eras insistente en que no fuera a tropezar en la cuerda y caer a plomo en el abismo, como lo haría un buen padre.  Este elástico pensamiento no falla en volver a atormentarme, a acabar con el pueblo y efectuar mi destino.  La ironía de tus palabras resonaba en mí como una cotidiana migraña, alimentada por la mentira de progreso y ecumenismo que guardabas en tus rompecabezas.



Para allá de los últimos días en que lograba amarte, la miseria y yo nos encontraríamos en esa parte del cráneo donde jamás te equivocabas en arrebatar.  Endrogaste mi vida con embustes menospreciados que por siempre evocarían en mi mente como ondas infrahumanas.  Mira, estoy sentada aquí, por ti, y ya ni sé qué más decir.  Me he acostumbrado a ser desafiada tantas veces a la norma con lo que me dices, que cuando este tren llegue a una parada, no tendré ni la menor idea de quien se bajará.  Compré un boleto que ni encuentro, como tú, que nunca fallaste en perder las cosas de la casa y la sanidad de tu razón.  Ahora me hallo excavando dentro de una cartera rota que, luego de mil pasos a pie para huir de ti, guarda un pase escondido en sus vísceras, burlándose de las lágrimas que derramo por el inevitable hallazgo de lo que una vez sentí por ti.



Papá, ¿por qué traicionaste a la única persona que hizo el mayor impulso por quererte?  Te amé hasta el fin y me solidaricé con cada una de tus causas, hasta que te obligaste a paraplegizar a tu única hija, la que le prometiste la esfera celestial, el planeta más cercano al que habitamos, todas las piraguas infestadas por abejas, y la persistencia de tu amor hacia mí.  No fue que me ayudaras según tu ilustración, era que te reclinaras para reconocer mi punto de vista.  Siempre conquistabas el producto de tu vanagloria, pero tu más asquerosa errata ocurrió cuando dejaste de amarme y diste por sentir al personaje que anhelabas que yo me aprendiera.


Es la primera vez que nieva a vista de mis hinchazones tropicales, donde el invierno hiela la ciudad en donde siempre quise naufragarme.  Voy millas por minuto a un lugar disfrazado como casa, entendiendo como nunca supiste el curso que me hiciste tomar, mi inhabilidad de honrar la alcurnia, cómo nunca memorizaría la receta de tus tóxicos domésticos, ni fumigar mi interior de toda la bacteria excesiva que encarnaste desde el momento de mi concepción.  Por tanto, me siento en esta desconocida línea soterrada, un tren que nunca para y traza el infierno en este gélido comienzo de enero, sin comprender su origen o fin, con la pretensión que me fueras a rescatar.  Sin embargo, el problema persiste, ya que, evidentemente, se te olvidó a quien buscar.


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