La vereda abandonada – Mahón




I.

¡Allí!  Flores giran hacia el andar,
suelo parte por mandato solar
y ramal admite pétalos císteres.
Aún, apuras la vida sin guía.

La cantidad de pasos sin contar,
el total de latidos sin palpar.
Hallamos el fuego cuando se extingue,
más amparo en invierno donde enfríe.

Si aquella primavera no llovía,
como tú, encapullado, te envolvías,
¿por qué hoy deseas cortar tus alas?

Si en aquella vereda desdeñada
habitaba el ensueño de cada alma,
¿por qué hoy fuerzas fantasía clara?



II.

Domingo, once de agosto

Mamá sujeta una botella con jugo de china, regañándome por mamar a diente limpio su gomoso orificio.  Me pregunto silenciosamente si habrá sido costumbre el mordiscar cualquier maravilla topándose con mis tornillos de leche.  Qué cosa, ¡las entrañas bucales son territorio sagrado!  Lo único merecedor de la apasionada dilución de mi lengua es el mismo cuerpo de Cristo.  Mamá había dicho que esto es todo un ritual.  Debo cernir ante el elevado altar, símbolo de aquella mesa donde levadura introducida a mi baba una vez se regaba entre desesperadas manos.  Aquí volvía a interrogarme, como solía indagar con la rutina maternal en acción:  Si el Reino de Cristo está allá arriba, ¿por qué tarda tanto en encontrarnos si seguimos trepándonos en sus peldaños?  Decía esto cuando sobre mí salpicaba la saliva del diácono Lázaro, hombre comprometido a esta bifurcación espiritual.  Él cargaba una porción de la carne, tembloroso, y yo, cabizbajo, lo único que podía fingir es que el tipo se iba a orinar encima y a mí aún me faltaba estar en comunión con Dios.  Si él me llevaba el pan a la boca, ¿me orinaría yo también?  ¿Sería esto un misticismo a nivel endocrino?  Miedoso yo, solamente deseaba el retorno a la butaca donde a lo lejos miraba Mamá, esperando con todo su corazoncito que yo mantuviese la actitud de reverencia, masticase en silencio y permaneciese despierto.  Yo tenía hambre.  La conexión más fuerte esperándose a establecer fue el desayuno en casa de abuela, de huevo frito blandito, jamón y tostadas, y café clarito para su hormiguita.

En medio del hábito, estímulo digestivo por culinaria memoria, gracias a abuelita, la mejor chef, se confundió la gula en diligencia por naciente, uniforme lujuria.  Por cinco segundos, olvidé todo sobre el bendito domingo, que un varón no puede estar con otro varón, que el abominable acto anulaba la labor cristiana y que yo, otro creyente más, iría en contra de la vigencia de la raza humana.  Poco tardaría en darme cuenta cómo el atemorizado abolengo verdaderamente conspiraba en contra de mi naturaleza… por ignorancia, claro está.  Harnack, teólogo luterano de Alemania, logró explicar este fenómeno religioso.  Todo comenzó cuando, para allá en el siglo I d.C., los seguidores de esta doctrina de fe tergiversaron las moralejas de la Biblia, triturando la interpretación propia de la persona, resultando en el control intelectual del discípulo de Jesús.   Ahora, dos mil años después, en el minuto séptimo de la novena hora de un domingo, un joven como yo habría de tragarse los Evangelios como pan de Cristo, sin entender qué ambos significaban, pero ciertamente sabiendo que esto debía ser pura bazofia. 

Mi experiencia religiosa consta del encuentro amoroso con mi macho, el monaguillo.  Este domingo, en primer instante, identifiqué buen propósito para levantarme todos los domingos antes de que saliera el sol.  La bata blanca de un niño como yo ansiaba ensuciarse en las tenebrosas aguas del pecado, hundirse en el lago bautismal sin la necesidad de secarse con una toalla, ya que la escoria dentro de uno incineraba la posibilidad de abrir las puertas del cielo.  Aquí viene.  Camino hacia mi butaca, sustancialmente invadido en la periferia de mis pupilas para cagarme de una vez en todo el origen de la piquiña de mis alacranes y tumbar al hombre de mis sueños.

Éramos parecidos.  Pelo oscuro e inevitablemente despeinado, cejas peludas, ojos negros, orejas de elefante, vestidos por nuestras madres con esas camisas largas de botones, zapatos cerrados de cuero comercial y un mahón brincacharcos luchando hasta el final.  Más, los dos estábamos condenados, por lo que pasó poco tiempo antes de desabotonarnos los pantalones y así lanzar los Testamentos por la cuneta del Río Loíza, río hombre…

Durante una misa de gallo, el monaguillo se acercó a donde mí mientras yo limpiaba el vestuario.  Mi mamá frecuentaba estos tipos de actividades, evidentemente, así que yo aprovechaba para construir el mundo de sufrimientos.  Alcanzando ya las trampas de cucarachas en el fondo del armario, el joven ayudante me agarró por atrás sin poder yo lanzarme a mi reflejo.  Él toca mi mahón, su perfume dotando mi campesina tela, como la caña de azúcar cosechando los sabores de dos ingenuas lenguas, ciegas e indoctrinadas, perdidos en el revoloteo de alas encapulladas, eternamente reprobadas en un fuego crisálido de la esperanza de que no nos cogieran en el confesionario.  Aquí reivindicábamos yacente deseo de abrazarnos en los bancos de madera mientras leíamos poemas de Pablo Neruda y olíamos las flores caídas del flamboyán de la plazoleta del monasterio.  Fingíamos comernos al mundo al devorar nuestras precoces bocas, preciosuras dignas de apretones de cachete y el “¡Wow!  Qué grande y guapo te has puesto.”  Lo que no sabían las doñas discípulas es que las manos que ayudaban a limpiar el cáliz de la vida estaban contaminadas con los vapores de mi santo cuerpo, lívido entre encuentros con un niño agarrando mis caderas como el Corpus Mysticum y a titubeo desvistiéndome en medio de las túnicas blancas de la sacristía.  Desapercibido me cogió, sinceramente, cuán enamorado caía por esta seducción.  Ves, el monaguillo insistía en atentamente escucharme como si yo estuviese predicando una homilía.  ¡Me miraba a los ojos!  Yo apartaba, como cuando el sol ciega a la niña vista.  Sin embargo, la liturgia de nuestro afecto anunció su decadencia en el momento que una rubia ninfa, otra mediocre virgen de la Iglesia, comenzó a confundir al hombre de mi vida.  Bruja del barrio, la llamaba yo.  Desgraciada, la desdeñosa no podría amontonarse a la ilustración de mi macho.  Éramos él y yo contra el mundo, conectados por la vía espiritual católica, listos a vencer felinos de menor entendimiento. 

Un domingo de ramos, mientras esperaba a mi monaguillo para la corriente reconciliación, atónito quedé en la anticipación de su llegada.  Esta era la primera vez donde deshiciera de su puntualidad.  Yo, arraigando todo el valor de mi alma, rompí entre el montón de ovejas y el mismo Jesucristo, sobre burro real, para entrar en la sacristía.  Comencé a temblar.  El recoveco de jubiladas voces resonaba en mi mente como escena digna de escrutinio y un “¿En esto creo yo?”  En este instante, creía yo nada más que en el amor.  Dogmaticé el potencial de la juventud, tuve fe en la diaria taza de café y sus efectos enérgicos, guardaba la esperanza de enseñarle a mi obispillo cuán auténtico era mi amor, aunque pasos dentro del vestuario no tardarían en momentáneamente cesar el aliento que me mantenía vivo.  Sí, mi monaguillo se envolvía en el capullo de la engreída rubia.

Desde las pailas del infierno, observaba cómo mi macho frotaba los risos dorados de la infausta.  Le acariciaba las mejillas de caramelo, mulata ella, como si fuese gata sin hogar.  ¡Maldita vagabunda!  Sus ojos avellanos irrumpían en la misma tonelada de versos que yo pensaba dedicar, pero estos aturdían a mi hombre, no le colmaban de una paz.  Él le cogía la cara y la besuqueaba despavoridamente, como cuando le das comida a un perro luego de quitarle el castigo.  Finalmente, luego de burlarse de mi agonía, el ayudante repuso sus manos del funesto rostro de la rubiona y sujetó sus redondeados extremos, como solía hacerlo con los míos.  ¡Atrevidos!  ¿Cómo pueden hacer esto?  ¿Cómo se atreven?  Pero… Pero…  ¡Yo lo amo!  Señorita, este chico es mío, ¿no entiendes?  ¡Mío, mío, mío!

Mis mudos sollozos se escondieron en la bodega de vino, entre la ignorante multitud proclamando el Credo, en la hendedura maternal de mi madre para que me diese de comer, en la grama donde él y yo nombrábamos a las nómadas nubes y estrellas, esperando a que alguna nos llamara de vuelta, entre las sábanas marruecas de mi abuela mientras escuchaba los discos de la Ella Fitzgerald, Barbra Streisand o instrumentales de Erik Satie y Yann Tiersen, en las discusiones filosóficas que mi padre iniciaba para poder hablarme de algo, por lo menos, y la luna y los recuerdos nostálgicos aturdiéndome de imágenes de un niño al cual yo amé, quien me subía contra la pared y abrasaba mi ser como mechero en todo su poder.  Sí, así lo recordaría.  Rememoraría este cuento como a un hombre valiente, presente su traición, pero contabilizado en mi corazón.  Así lo recuerdo.





Domingo, algo de agosto

Años después.  Mamá sujeta una carta con mi nombre mal deletreado.  Dentro del sobre, marchita roja hoja y pétalo de girasol.  Amarrando a ambas, un espiral de oro recuenta los hallazgos de dos infantes.  No hay mejor título, digamos, para criaturas apiadadas de una cierta perspicacia, una sagacidad nutrida por la intuición de experiencias figuradas.  Sorprendentemente, al leer el escrito, no surgió algún producto tras las letras del monaguillo.  Mire, ya había pasado mucho tiempo desde el encuentro final, un saludo de manos húmedas despidiéndose con la fe de jamás volver a tocarse las inmaduras caderas.  Sabía yo ya que la prosa poética desarrollada durante una traumática niñez fue producto del contacto de nuestras carnes, no de la desgraciada rubiona.  Supe yo ya que nuestro amor nunca caducó.  El aliento de mi siniestra gula jamás se compararía con el fervor de dos machos unidos en desamor. 

Al guardar la carta, Mamá me llama:

-          ¡Mi amor!  ¿Todavía quieres ir a misa?

Respondo:

-          No, mami.  Iré el próximo domingo.
-          Hm…  Está bien.  Recuerda que la misa es muy importante.  Es nuestro tiempo de comunicación y perdón con papa Dios, ¿ok?

Acaba su oración con su sonrisita de orgullo maternal, incrustada en obra semejante a la de una deidad.  Digo:

-          Sí, sí, mami…  Te amo.

Antes de que cerrase la puerta de mi cuarto, escucho en resoplo sus recuerdos, la nostalgia, su soledad, saber que los tiempos de buscarme a la escuela con jugo de china había acabado y que la batalla Agnus Dei entonaba un pasivo y agobiador “Déjalo.  Ya es un nene grande y necesita su espacio.

-          Te amo, mi vida.  ¡Mira!  Espera.  Recuerda que, si hoy no vamos a misa, aprovechamos para comprarte un mahón.  Te hace falta uno.  ¿Ok?

Entonces, recordé que lo tenía todo.  Quería fluir en la corriente como una trágica Ofelia o tortuga celestial.  Añoraba los días donde carne y hueso salpicaran sudor como pirotecnia puertorriqueña en eventos aleatorios, Navidad anunciada el primero de octubre como un prematuro pero halagado orgasmo.  Más que eso, deseaba y creaba en mi mente a un hombre que priorizara mi cúspide durante el sexo.  Suplicaba, ante un recuerdo de dios, al individuo correcto, mirándome sin miedo a los ojos y atreviéndose a compadecer desalumbradamente una poética y heroica cita, con rosas en mano, en el balcón donde las oscuras golondrinas vuelven a colgar sus nidos.  Anhelaba ahora, a prioridad, aún no saber quién soy, sino tener la seguridad de trazar el camino correcto.  Estoy tomando mando en un mundo malvado, donde la cacofonía no interrumpe la sintonía del sentimiento.  Más bien, impulsa las ganas de sonreír, sentir y seguir adelante.

Suspiro sabiendo “Todo está bien.”  Ahora, eso sí.  Necesito salir con Mamá para comprarme un mahón.  Todos tenemos un mahón.  No seria yo sin un mahón.




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