Entre dos, una loca



Caramba, Isadora.  Te había dicho que ese tipo no era bueno para ti.  No existe entre-suspiro donde los delincuentes del barrio dejen de buscarte.  Mira, siempre es la misma historia, donde te encuentro sufriendo por alguien flojo de sobremanera al lado del vigor de tu alma.  ¡Por lo menos disimula!  Lo menos que puedes hacer es ponerte un casco para que mami no tenga que curarte de otra de las supuestas caídas de escaleras, tropiezos en la brea o famosos resbalones en la bañera. 
            Ven y lee conmigo en el jardín de casa.  He comenzado a atisbar la literatura para que los gatos se aburran de tanto arañarme, aunque nada es igual sin poder disfrutar todo esto contigo.  Te digo porque ahora se está hasta vaciando todo el Mosquito y no tengo nada que hacer en mi tiempo libre.
            Antes de que se me olvide, pasa por la tienda Huidobro y cómprate una de las rosas blancas que a mami le gusta.  Tú sabes mejor que yo que, para ella, regar las plantas es mucho más que un simple ritual de hogar.  Implica el espíritu de la casa y el aroma, y yo no sé qué tres cuartos, y un proceso místico.  Por esto te digo que vayas tú.  Cuando llegues, vira hacia la izquierda en la entrada, a la derecha cuando veas los libros de estudios, sigue directo hasta ver a los poetas de época, y cuando dobles en la bulla de fanáticos de Paz, pregunta por la niña Ervita.  Te darán la flor, pero solo podrás verla cuando te observes en el cristal – perdónala, es un poco tímida…  Ahora vuelve en seguida.  Encontré entre el moho de las cajas de muñecas un retrato de cuando éramos chiquillas.  Quiero reírme de estas irreconocibles enanitas.


            Simplemente, no moría.  Había vivido toda una eternidad en la ilusión de su martirio, pero nunca preparó su alma para un fin tan acibarado.  Menos aún, ni lograba levantarse en el alba cuando sonaba la maldita cafetera esa.  Empezaba a decir ella:
Qué tonterías…  Para este día y edad, uno ni puede preparase un susodicho café sin el universo queriéndolo hacer todo por ti.  ¡Lo que me falta es que me lave la ropa y me la enganche también!  Cualquiera diría que esto es una asamblea de brujas porque la gente que pasa por al frente siempre corre al ver mi fachada.  Mira, ha llegado a tanto que ni aterriza en mi casa la lluvia del cielo, justo lo que necesitaba para duchar las matas del jardín.  ¡Oh!  Espera un momento… ¿Dónde quedaba ese jardín?  ¿Será que esta casa se ríe de mí mientras yo duermo?
Todos los días, la rutina se abruma con toda la beatitud de mi parte.  Rezo mis siete sagrados rosarios para no olvidarme de espantar el Diablo que juega mientras reposo.  Ahora te preguntarás, ¿cómo reconozco a Satanás vagando por los pasillos mientras habito mi sueño?  Pues, ¡al condenado se le olvida apagar la luz de la cocina cuando se invita al festín de mi nevera!  Verdaderamente, no es nada más que un cochino.  Cuando se lo cuento a los vecinos, constantemente me tildan de vieja loca, demente, imbécil, y hasta del mismo Lucifer que denuncio.  Ahora, yo no concuerdo con mis afamados sobrenombres, pero si fueran a llamarme algo, prefiero el término “lúcida”.  De pronto, con tanto que empecé a corregir a la gente con esta demostración, todos empezaron a creer que esa era mi nombre de pila. 
Yo, una musaraña que solo servía para pegarle manguera a una calle que volvía a ensuciarse en el momento que le daba mi espalda, creía más en el poder del mal que en la misma resurrección de los muertos y la vida eterna.  Todo esto surgió cuando, un día, mariposas negras comenzaron a aparecer de un portal en mi armario.  Para ese tiempo, todavía lucía como la gran Margaret Thatcher, señora de moda élite, inhibía el espíritu de Josephine Baker y atenuaba la ambición de mi Frida Kahlo.  Personalmente, la libertad no era lujo, sino un imposible privilegio.  Ya, luego de la cumbre de mi organismo, brotaron insectos voladores desde las esquinas de las paredes como si ellos fueran el magma de un volcán.  Mi suerte tornaba a otra.  Cuando la primera alevilla descendió en mi anular, pensaba yo: «¡Qué bella!  ¿Cómo habrá entrado a la casa?»  Suscitando a la nada, sus alas dictaban la desviación de todas las que invadían el sosiego de las habitaciones.  ¡No puedo vivir con ustedes!
El banquete de la polilla se disfrazaba como el aleteo de unas mariposas.  Jamás pudiera permitir el paso de ninguna de ellas, ni si quiera en el crepúsculo de mi recóndito temor.  Asimismo, arrancando mi corazón de piel a piel, empujé a los palitos con pétalos al patio de mi alma, donde nadie pudiera sentir el remordimiento cobijado en mi conciencia.
Años después, una figura se reflejaría en la luna del cuarto, y me llamaría desde lejos:
-          Lúcida…
-         
-          ¿A caso no te acuerdas de mí?
-          No sé quién me habla.
-          Señora, una cosa es no saber y otra no querer.
-          Pero uno puede llegar a olvidarse de tal manera que parece como si uno jamás existió y cesó de vivir.
-          Este no es el caso, Lúcida.  Yo vivo y sé que me recuerdas en los más profundos abismos de tu memoria.  Me llamo Minerva, la mujer de las mariposas.  Hasta un cierto momento, tuve de mascota a una monarca que gozaba en guindar de los amores de mi alma.  Por un tiempo, viví, escapé y me enamoré, pero nunca he podido prosperar porque me has dado tu espalda.  ¿Por qué no me amas?  ¿Por qué has encerrado a las mariposas dentro de ti, aunque dices que están libres?  ¿Por qué te niegas a virarte al espejo si todo lo que eres es lo que has envuelto en tu corazón?

En seguida, la Lúcida encareció el cristal, justo cuando explotó en miles de pedazos de vidrio rojo.  Sin entender lo místico de la situación, miró hacia el suelo y encontró un fragmento del espejo enterrado en su costilla izquierda.  Aturdida ante el ataque, Lúcida empezó a sangrar profusamente.  El chorro reflejado maquillaba su vestido blanco en la medida de una ensangrentada Virgen María.  No valía nada…  Era el tiempo, las arrugas, el golpe, la mentira y el afecto, pero estaba lejos de ella misma.  ¿Quién era?  ¿Quién era aquella mujer en el espejo?  Mientras el amargo torrente cursaba sus ingles, encontraba el calor de sus muslos, penetraba el secreto de sus caderas y goteaba sobre las losetas italianas, la pobre vieja loca recordaba todas las veces que un diluvio similar se consagraba en su boca.  Resonaba en sus recuerdos las palabras de un párroco forzando la sangre de Cristo en su boca, más la sigilosa y avergonzada caminata hacia el banquito de roble, ya que estaba punto de arrepentir los pecados que había cometido con toda una intención.  Sí, el espíritu de Dios se manifestaba y había que repelar la infección multitudinaria de la potencia del mal del Diablo, se tenía que sucumbir a Dios para encontraste a uno mismo, crear un ser, aspirar y, eventualmente, conformar.
Con su traje rojo, la impecable dama se acercó al delito que había perpetrado.  Sus pasos se iban haciendo más y más cortos mientras una mariposa se le acercaba.  De pronto, el insecto se convertía en polilla y la polilla en una mujer vestida con traje rojo.  Aquí, Minerva se pudo ver por primera vez en los setenta años desde que había dejado aquella carta en el cuarto de su hermana.  Instantáneamente, regocijó en la nostalgia de la juventud junto a su padre por una última vez, su primer amor, su hermana, su familia y los demás.  Entonces, la figura le volvió a preguntar:
-          ¿Una última solicitud?
-          Jamás olvidar.

En menos nada, doña Lúcida desvaneció por completo.  La fantasma que la perseguía tomó su puesto como loca de barrio y de otros apodos, pero ni ella se había dado cuenta de que se convertía en la misma doña Mariposa.


            Se llevaron los libros de la biblioteca, Isa.  Resultó fácil dejar atrás algunos de los de Allende, unas tragedias griegas y otras composiciones de los españoles buenos.  Como quiera, me han botado de escondidas los poemas de Santa Teresa, los libros de guerras fantásticas y, peor aún, mis novelas de Unamuno.  ¿Por qué, Isa?  ¿Por qué la vida se va tan rápido, como si te avisara que te apuñaló cuando ya estás por desangrar?  ¡Se llevaron mi Niebla!  Robaron el Rosario… y ahí, dentro de la sesenta y cinco, estaba el ultimo retrato que guardaba de ti.
            Hermana, no me acuerdo de tu rostro.  Solo guardo la impetuosa parranda de la medianoche, cuando te escondías debajo de mi cama para que no te azotara papá.  ¿Te acuerdas de cuando un día caminábamos hacia la escuela y de pronto el viento trajo una margarita caída, y me la pusiste por detrás de la oreja y dijiste que yo era bella?  Jamás olvido el día en que trajiste una bestia de perro y lo soltaste para que batiera con mi Puyi, el gato que más amé en este mundo.  Ah, no puedo olvidarme de cuando te escapaste con el gánster de la avenida: ¡nunca lograse superar a los pandilleros!
            Isadora, no recuerdo si llegaste a leer los libros conmigo en aquel día.  Lo único que tengo presente es la pudrición de mi cuerpo al prever tu huida de mi amor.  Tuve que soportar la bruma tóxica de la misma motora de mierda de tu novio todos los días, tus llegadas a la huella de la madrugada y la agonía de saber que mi propia hermana no me quería. 
Ahora, no te escribo en vano, sino para que guardes esto como un obsequio de mi sufrimiento.  La primera tarde en que saltaste nuestro encuentro, pensaba yo leer unos sonetos de Neruda, pero ahora entiendo que los versos son muy cortos para regalarlos a la indiferencia.  Te adjunto sus estrofas… espero que en el óbito puedas ojear las líneas de su poesía, hermosa Isadora.

Descansa en paz,
tu hermana Minerva




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